Miré mi reloj y pensé: ¡ya llegó mi hora! Era una fría tarde de febrero, la hoja superior de la puerta estaba abierta y por ella se colaban gotas de lluvia que iban mojando mis zapatillas. Estremecido, me abroché cuidadosamente mi vieja chaqueta de lana y apoyé mi bastón en el banco de la entrada. Decidí esperar a la muerte con buena cara y la mayor dignidad posible, mientras me agarraba con fuerza el brazo izquierdo. Me estaba apagando y atrás dejaba mis 80 años llenos de tragedias, duro trabajo y penurias. La muerte de mi mujer y de mis dos hijos me habían quitado las ganas de vivir en este mundo gris y decadente. Fue lo último que pensé antes de cerrar por última vez los ojos, o eso creía yo. Pero poco a poco volvieron a abrirse. Ya no estaba en mi casa, estaba en una habitación blanca y delante de mí, allí plantado, con su boina de cuadros, sus ojos grises y su tez morena y agrietada, me contemplaba ese cabrón.
—¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué…? ¿Qué ostias haces aquí?
Era Evaristo, nos odiábamos desde niños, compitiendo toda la vida por ver quién era el mejor. Comenzó a caminar lentamente hacia la puerta, pero antes de salir se giró y con una sonrisa en la cara me dijo:
—Te encontré tirado en tu portal y pensé que ese viejo terco no podía ganar la última batalla. Llamé a una ambulancia y llevo doce horas esperando que despiertes para asegurarme de que estabas vivo y poder decirte que eres un necio y un tonto. Lo primero por pensar que morirías antes que yo y, lo segundo, por no cerrar la puerta para que no te encontrasen.
Con la rabia que hacía tiempo que no sentía, le grité:
—¡En el fondo… yo no quería morirme y tú tampoco quieres! Así que… ¡eres un mentiroso! ¡Has vuelto a perder!
Él soltó una carcajada y antes de cerrar la puerta me dijo:
—Tienes razón, has ganado. Ya puedes morirte cuando quieras.
Jose
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