jueves, 28 de abril de 2011

Per què a mi?


No m’ho puc creure! No m’ho puc creure! Cridaves mentre em miraves sense saber que podies fer, sense entendre que havia passat, que havia fallat.

Les teves paraules no tenien res a veure amb mi, però, no se perquè m’afectaven moltíssim. Potser era la teva mirada perduda o els teus gestos neguitosos, però realment em feien sentir com si fos una persona horrible, i això que el que m’estaves dient no tenia res a veure amb mi!

No pot ser! No pot ser! Em repeties constantment. El que tu no entenies és que era molt difícil, no tothom ho aconsegueix i tu, almenys, has estat a prop.

Per què em miraves així? Per què em feies sentir tant culpable? Està clar que si ho haguessis aconseguit jo també m’hagués alegrat, i, a més, m’hagués anat molt bé, no seré hipòcrita. De fet, estic convençuda de que la meva vida hauria millorat i seria més feliç perquè hauria fet tots els meus somnis realitat.

Però ara, recordant el que em vas dir, començo a reflexionar sobre tot plegat i...Tens raó! Com ha pogut passar? Com has pogut fallar d’aquesta manera?

Però, a sobre, no tinguis la barra de culpabilitzar-me a mi dels teus errors. Has sigut tu qui no ho ha fet bé, qui no ha triat la millor opció, qui no ha aconseguit que la meva vida sigui millor, ni més feliç. Has sigut tu qui no ha aconseguit que els meus somnis es facin realitat.

Jo hauria pogut fer alguna cosa per evitar-ho? Torno a reflexionar i...Potser sí. Si jo t’hagués dit el que havies de fer, el que havies de triar, tot hagués sigut diferent. Ara entenc les teves paraules i els teus gestos. Em vas fer sentir culpable perquè realment era culpable.

Si jo t’hagués ajudat ara seríem rics perquè ens hauria tocat l’“Euromillón”. Però no hi pensem més. La propera setmana ho tornarem a intentar.

Neus

Buscando a Delia


Como cada mañana, desde hacía ya algún tiempo, la madre salió a la calle para buscar a su hija Delia.

Ese día se cruzó con una anciana, con una cara tan afable, que no pudo evitar peguntarle si había visto a la niña. La anciana, muy amablemente, aceptó a prestarle ayuda, aunque se extrañó por la tranquilidad que parecía tener esa madre ante la desgracia de tener que buscar a una hija.

¿Y cómo es Delia? preguntó la anciana.

Delia podría ser tan inteligente como lo es su padre David y podría aprender a leer tan pronto como lo hizo su tía Mònica. Podría ser tan hermosa como su tía Neus y tan extrovertida como su tía Marta. Puede elegir tener el don de ganarse a las personas, como a mí me han ganado su tío Alberto y su primo Cristian.

¿Podría? ¿Puede elegir tener? Perdone, pero no la entiendo…

Pero la madre, sin prestar atención a las preguntas de la anciana, continuó hablando entusiasmada.

También puede elegir tener la bondad de sus abuelos Antonio y Paquita, la gran entrega por sus hijos de su abuela Rosa y la sonrisa de su abuelo Ángel. Esta sonrisa estoy convencida de que la tendrá, con ella aparece en mis sueños cada noche, puesto que su padre también la tiene y le puedo decir que ilumina el mundo con ella.

La anciana, algo angustiada y confusa, le dijo:

Lo siento mucho, pero no he visto a ninguna niña con esas características. Hay un niño, pero…

¡No pasa nada! exclamó la madre. Si Delia no quiere elegir ser como su familia, o prefiere ser un niño, que no se preocupe. Le buscaré algún otro nombre y le esperaré igual con los brazos abiertos, ya que lo único que espero es que sea muy feliz.

La madre, reflejado todavía más tranquilidad si cabía, continuó explicando:

Delia es una niña que sin haber nacido todavía, existe desde hace ya mucho tiempo. Vendrá al mundo cuando sea el momento oportuno, si es que hay algún momento ideal para que nazca. Pero yo le quiero dar el tiempo para que elija como quiere ser.

¡Ah! Entiendo… ¿Y de usted no quiere que elija nada?

A mi ya me ha elegido como madre, y eso lo es todo.

Noelia R.

Te mereces estar muerta


Todavía se derramaba la sangre entre los dedos de mis manos temblorosas, las cuales contemplaba sin encontrar una explicación sobre lo que habían sido capaces de hacer. Había pasado todo tan rápido… pero sin embargo yo estaba seguro de que había hecho lo correcto, ¿cómo si no habría tenido que actuar ante tan grave ofensa? En esos momentos me vino a la mente la imagen dulce de mi madre, ella sí que había sido una buena mujer.

En el otro extremo de la habitación me contemplaba atónito mi hijo de tres años, incapaz de comprender lo que había ocurrido, pero intentando abarcar con su pequeña mano la de su madre, ya inerte.

Ya ni tan siquiera recordaba lo que había desencadenado esta discusión, pero la realidad es que estaba seguro de que ella había sido la causante. Sigo sin encontrar la razón por la que me había faltado al respeto durante tantos años, le había dado tantas oportunidades…, pero la realidad es que me desobedecía constantemente y me obligaba a violentarme.

Yo siempre le había dado todo lo que me había pedido, únicamente trabajaba para poder ofrecerles una vida mejor, ¿y era así como me lo pagaba? Todavía a día de hoy no comprendo el motivo por el que, cuando llegaba a casa, se iniciaba un silencio incómodo que se alargaba hasta el anochecer, ella me esquivaba la mirada y mi hijo lloraba con mi sola presencia.

Seguramente ya faltará poco para que llegue la policía, pero sigo sin entender por qué me obligó a matarla, parecía que estaba deseando abandonarnos. Pero antes de que vengan a por mí, me lavaré y me pondré mi mejor traje, porque así es como afronta los problemas un hombre de verdad, así es como lo hizo mi padre. De todo lo sucedido tan sólo me queda una duda. Y es el por qué no se defendió de mis golpes e intentaba proteger con su cuerpo a nuestro hijo, yo nunca le habría hecho daño, o por lo menos no si no me hubiera obligado, porque yo la quería.

Óscar

Muérete cuando quieras


Miré mi reloj y pensé: ¡ya llegó mi hora! Era una fría tarde de febrero, la hoja superior de la puerta estaba abierta y por ella se colaban gotas de lluvia que iban mojando mis zapatillas. Estremecido, me abroché cuidadosamente mi vieja chaqueta de lana y apoyé mi bastón en el banco de la entrada. Decidí esperar a la muerte con buena cara y la mayor dignidad posible, mientras me agarraba con fuerza el brazo izquierdo. Me estaba apagando y atrás dejaba mis 80 años llenos de tragedias, duro trabajo y penurias. La muerte de mi mujer y de mis dos hijos me habían quitado las ganas de vivir en este mundo gris y decadente. Fue lo último que pensé antes de cerrar por última vez los ojos, o eso creía yo. Pero poco a poco volvieron a abrirse. Ya no estaba en mi casa, estaba en una habitación blanca y delante de mí, allí plantado, con su boina de cuadros, sus ojos grises y su tez morena y agrietada, me contemplaba ese cabrón.

¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué sigo vivo? ¿Por qué…? ¿Qué ostias haces aquí?

Era Evaristo, nos odiábamos desde niños, compitiendo toda la vida por ver quién era el mejor. Comenzó a caminar lentamente hacia la puerta, pero antes de salir se giró y con una sonrisa en la cara me dijo:

Te encontré tirado en tu portal y pensé que ese viejo terco no podía ganar la última batalla. Llamé a una ambulancia y llevo doce horas esperando que despiertes para asegurarme de que estabas vivo y poder decirte que eres un necio y un tonto. Lo primero por pensar que morirías antes que yo y, lo segundo, por no cerrar la puerta para que no te encontrasen.

Con la rabia que hacía tiempo que no sentía, le grité:

¡En el fondo… yo no quería morirme y tú tampoco quieres! Así que… ¡eres un mentiroso! ¡Has vuelto a perder!

Él soltó una carcajada y antes de cerrar la puerta me dijo:

Tienes razón, has ganado. Ya puedes morirte cuando quieras.

Jose

Durmiendo a un lado de la cama


Por qué teniendo una cama tan grande duermo siempre a un lado, como esperando a alguien que nunca llega.

¿Por qué siempre compro dos entradas, siempre monto la mesa para dos? ¿Por qué siempre limpio la casa por si viene alguien esta noche? ¿Por qué cambio las sábanas cada sábado? ¿Por qué hay siempre dos pares de zapatillas en la entrada?

Será porque una vez leí que cuando esperas algo, tienes que predisponerlo todo para que ocurra. Será porque prefiero pensar que lo de no tener suerte no es culpa de una pereza que quiero exculpar.

Pero creo que lo que realmente funcionaría sería pensar que todo eso es posible, que estoy completamente dispuesta, que no me da pereza ni miedo, pero que mientras no haya nadie en mi cama, mi cama será toda mía, comeré sola y utilizaré solo un par de zapatillas.

Porque si lo pienso despacio, bien, clara y distintamente, lo que quiero es que alguien esté esperándome en el otro lado de su cama, que me reciba con un par de zapatillas que tiene por si voy y que quiera preparar la cena para dos.

Porque esta vez he aprendido, sí, supongo que sí, que es verdad que todo pasa por algo. Y ahora no puedo dejar de tener en cuenta que lo importante, lo que vale la pena, es que te quieran. Que no sirven de nada los esfuerzos, los desgarros, los tranquilizantes, ni los celos. Que lo único que merece que yo ceda mi lado de la cama, mi poquito de tiempo y algo de lo que espero, es alguien que no haga otra cosa que buscarme.

Siempre he respetado esa emoción incipiente que nace de ahí, de eso que llaman subconsciente y que yo le llamo no sé dónde. De ahí nace una idea que supura sobre todo en primavera y que me hace pensar que una persona que no se muera por ti, es una persona que no vale la pena.

Heba

Operación huida


Hacíamos la travesía hasta el escondite camuflándonos con el empedrado del suelo, para ello llevábamos trabajando durante horas, preparando estrategias. Siempre ideábamos una plan A y un plan B pero sobre todo planeábamos la huida, jamás la rendición. Nos untábamos con arena y si la suerte nos acompañaba, nos adornábamos con barro y con alguna hoja seca que colocábamos cuidadosamente en el pelo.

A la derecha de la puerta había una enorme roca gigante. Era tan grande que casi taponaba la entrada. Teníamos que entrar de canto, metiendo tripa y cuidando meticulosamente la postura. Primero las orejas por temor a quedarnos encajados, luego, tomando un impulso leve hacia atrás, pasabas la nariz y mientras se escapaba el aire retenido dejabas caer tu peso hacia el portal. Ya estabas dentro. El portal sólo estaba vestido con un paragüero dónde sólo había bastones. No guardaba paraguas porque allí nunca llovía, pero tampoco había viejos, ni cojos.

Llegados a nuestro destino solo quedaba esperar. Podíamos estar horas debajo de la escalera hasta que el enemigo cayese en la trampa. Íbamos provistos de bocadillos y latas de refrescos. Por si era demasiada la espera, cargábamos con una baraja de cartas. La mayoría de las veces no cazábamos nada, pero de vez en cuando, después de escuchar el crujir de la madera y oír un grito ensordecedor, mirábamos hacia arriba y allí estaba. Encima de nosotros unos enormes pies que pataleaban mientras se escucha el rabioso aullido ¡sacadme de aquí!.

Debíamos actuar rápido antes de que llegasen los refuerzos. Con una maniobra sumamente estudiada, me encaramaba a los hombros de mi compañero y acariciábamos la planta de los pies del enemigo. Una tortura en toda regla. En ocasiones preferíamos no tocarlo directamente, no sabíamos qué tipo de enfermedades podía transmitir, así que lo torturábamos con alguna pluma o quizás alguna rama que coleccionábamos para nuestro arsenal.

Misión cumplida. Activábamos la huida. Rezábamos al Dios que estuviera de guardia y salíamos corriendo como alma que lleva el diablo. Luego risas. Luego miedo, teníamos que volver a cenar.

Noelia Q

Sólo es cuestión de suerte


Roberto llegó al portal de su casa y miró en el buzón. No había nada. Entró en su pequeño apartamento y encendió el teléfono. Contó. Mil. Lo apagó. Nada.

Se quitó las botas de trabajo, se sentó en su butaca y apagó el televisor. No ha sido un mal día. Pensó. Quizás mañana sea igual. Pensó. Con un poco de suerte, sólo es eso. Dijo. Claro que sí, un poco de suerte.

Se calló y fue a la cocina. Cogió el bocadillo que había preparado esa misma mañana. Se sentó a esperar.

A las ocho dio el primer mordisco. Contó. Mil.

Encendió el noveno cigarro del día.

A las diez menos diez sonó el timbre de su casa. No esperaba a nadie. No esperaba nada. Salvo un poco de suerte, eso es todo. Dijo.

Abrió la puerta. Ahí estaba ella. Había pasado un tiempo. 23407 horas. Pensó.

¿Puedo pasar? Preguntó ella.

Claro, ya no te esperaba.

Entró y se sentó en la butaca, con el abrigo sobre su regazo.

¿Te cuelgo el abrigo? Preguntó Roberto.
Estoy bien.
No me cuesta nada.
Lo sé.

Ella encendió un cigarro, él le acercó el cenicero, cogió la silla y miró el reloj. Tres minutos, eso es todo. Pensó.

Ha pasado mucho tiempo. Dijo ella.
Eso parece.

A las diez encendió un cigarro. El décimo. El día está echado. Pensó.

Ella le puso las manos sobre sus rodillas.

Roberto, tú sabes que aún te quiero. ¿Lo sabes?

Lo sé. Mintió.

La verdad es que no se porqué he venido. Supongo que esperaba un jodido milagro.

Sólo necesito un poco de suerte, eso es todo.

¡Y una mierda! Perdón, perdóname cielo. Pero es que no estás bien, nunca has estado bien.

Es sólo…

¡Cállate! Por favor, no quiero escucharlo.

Él se calló. La miró fijamente mientras ella hablaba.

Al rato se tomó un profundo respiro.

¡Hijo de puta! ¿Qué coño estabas contando?

Tus parpadeos.

No debería haber venido, lo siento, no es culpa tuya. Espero que tengas suerte.

Es todo lo que necesito, un poco de suerte.

Claro que sí, cariño. Tengo que irme.

Por la mañana Roberto se sentó en la butaca, apagó el televisor y encendió un cigarro. El primero. Pensó. Miró el reloj. Siete horas, ya hace siete horas que se fue. Dijo. Sólo es cuestión de suerte.

David

Devórame otra vez...


Lo intenté mil veces antes de llegar aquí, me repetía una y otra vez que no pida seguir viéndole, no era ni normal esa sensación de culpa que me recorría por todas la terminaciones nerviosas junto al orgasmo.

Mentiría si digo que recuerdo como le conocí, siquiera como suena su voz, alguna de sus palabras que no fuera precedida de un gemido. Pero lo que sí sé, es que todavía sigo enganchada a esa manera tan salvaje de desgarrarme el alma en su cama. Cada intento fallido me acercaba más y me llevaba más lejos. Llenaba las horas sin él de aventuras, intentando reconciliarme con mi propio cuerpo, había buscado entre miles de hombres alguna sensación al menos parecida a la de sus dedos desabrochándome la camisa, pero en mi cama nadie era como él, no conseguía encontrar el hombre que dibujara mi cuerpo, en cada rincón sin dejar ni un pedazo de piel. 

Deseaba después de cada retorno encontrarme con él, abrirme de piernas y cruzar todos los meridianos, ir a Brasil y el Caribe en piel y que me volviera a dejar impregnada de ese olor que me perseguía hasta la próxima vez.

No pudo dolerme más su pérdida, no dejé de llamarle ni un solo día, suplicando que me devorara otra vez, con la esperanza de que tuviera compasión de mí, pero decidió jugarse todas sus cartas por la morena de pelo largo a la que reconozco respetar por un extraño hechizo de admiración y celos que me ha llevado hasta aquí.

Creo que es el momento de que suba al altar y lea lo que he escrito para ellos, y de nuevo el deseo de mi carne me lleva a desearle otra vez, castigarme con sus deseos hasta el amanecer y despertar mojada entre mis sábanas blancas…

qué tiene ella que no tenga yo.

La García